Orndrith: Crónica de la Ruina

Eldrathis, El Paraíso Perdido

Antes de la oscuridad, antes del exilio de los dioses, antes de que la realidad misma se fracturara en pedazos irreparables, existió un mundo de gloria inigualable. Eldrathis no era solo un continente; era el corazón vibrante de la creación, una joya en la corona de los dioses. Sus cielos eran ríos de lumbre dorada, surcados por colosos de escamas centelleantes y águilas del amanecer, cuyas alas reflejaban el alba en tonos imposibles. Sus mares, de aguas puras como el cristal encantado, contenían secretos inmemoriales, y sus bosques, templos de hojas iridiscentes, cantaban con voces de espíritus arcanos.

Las ciudades no estaban encadenadas a la tierra como lo están hoy. Flotaban sobre montes de magia, suspendidas por obeliscos que canalizaban la esencia arcana de Zeratheas, el núcleo de la realidad. Allí, los Ithalar, una raza de pura energía, caminaban como heraldos de la armonía cósmica, moldeando la magia como un artista moldea la arcilla.

Y entre todo, estaban los dioses. No simples conceptos lejanos, no entidades distantes que exigían devoción ciega desde sus reinos celestiales. No. En Eldrathis, ellos caminaban entre los mortales, susurraban secretos a los reyes, tejían destinos con la misma facilidad con la que un poeta compone versos. En aquellos tiempos, la muerte no era el fin, sino un portal hacia nuevos destinos, un ciclo de renacimiento eterno. Pero como todo paraíso, su tiempo era limitado. En las sombras de la gloria, algo nacía, algo oscuro, algo impensable.

La Ascensión de la Ambición (150,000,000 A.R - 50,000,000 A.R.)

Las maravillas de Eldrathis continuaron por incontables milenios, su esplendor parecía eterno. Pero los dioses no eran infalibles. Entre ellos, en la cúpula de los celestiales, en la luz más pura de los cielos, algo torcido crecía. A???????, el Primero en la Jerarquía del Firmamento, comenzó a cuestionar el equilibrio. Para él, los dioses eran muchos, sus propósitos erráticos, sus mandatos contradictorios. ¿Por qué compartir la divinidad? ¿Por qué permitir que la magia se desperdiciara en las manos impuras de los mortales? Si existiera un solo dios, un único trono, el cosmos sería perfecto.

En el 15 de Naethir, 60,000,000 A.R., A?????? reunió en secreto a sus aliados: Bane, el Dios de la Tiranía; Bhaal, el Asesino de Mundos; Lolth, la Reina de las Sombras; Skiggaret, la pesadilla hecha carne. Juntos, tejieron los cimientos de su rebelión, susurrando en las sombras del firmamento. La semilla de la Ruina había sido plantada.

Entretanto, los Ithalar sintieron el temblor en la magia, el cambio en el flujo del universo. En el 10 de Ulmarath, 55,000,000 A.R., los obeliscos de Zeratheas vibraron con una desarmonía nunca antes vista. Se enviaron emisarios a los cielos, advertencias fueron grabadas en estrellas de plata. Pero los dioses, ciegos en su arrogancia, ignoraron los signos. Solo una escuchó: La Reina Cuervo.

La Guerra de los Dioses (50,000,000 A.R - 0 A.R.)

Cuando la traición de A??????? se reveló, fue como el estallido de una estrella oscura en el firmamento. El 25 de Drenvokh, 50,000,000 A.R., la primera chispa de guerra fue encendida. Las primeras batallas no se libraron con espadas o ejércitos, sino con palabras envueltas en veneno, con verdades distorsionadas. Las lealtades se dividieron; hermanos divinos se enfrentaron en debates que hicieron estremecer la realidad.

Pero no hay guerra sin sangre. Y cuando la primera hoja fue desenvainada en el 8 de Vorenthas, 49,999,500 A.R., el destino de Eldrathis quedó sellado. La batalla en Zeratheas fue el principio del fin. Las ciudades flotantes se desmoronaron, los mares se alzaron como gigantes de furia, los Ithalar fueron masacrados, sus esencias encerradas en cristales malditos. Los Obeliscos del Espejismo, aquellos que sostenían el equilibrio de la magia, fueron derribados el 2 de Zhaelor, 49,999,000 A.R., y con ellos, la cordura del mundo.

El combate final fue un cataclismo sin precedente: El 5 de Kalrathis, 1 A.R., Bahamut y Torm enfrentaron a A??????? y Bane. La realidad se desgarró bajo el peso de su poder. La tierra se partió en un grito de agonía. El firmamento lloró en tormentas de fuego. Y cuando la polvareda se asentó, solo quedaba el silencio. Eldrathis, el continente eterno, estaba roto.

El Fin de la Era de los Dioses

Cuando la batalla terminó, la divinidad fue arrancada del mundo. El 10 de Nethrakas, 1 A.R., A??????? fue desterrado al Infierno, pero no sin dejar su marca: la corrupción de la magia, la herida en la esencia de la existencia. La Reina Cuervo pagó el precio de su presciencia, maldita con el Eterno Velo, separando la vida y la muerte para siempre. Ningún alma volvería a cruzar sin pagar un precio.

Los fragmentos de Eldrathis derivaron en continentes aislados. Zeratheas quedó sepultada en ruinas imbuidas de energías erráticas. La magia, antes infinita, se convirtió en un recurso peligroso, inestable. La era de los dioses terminó. En su lugar, quedó un mundo sin esperanza, sin guías, donde los mortales debían sobrevivir en las cenizas de una gloria perdida.

El Amanecer de la Ruina (1 A.R. - 500 A.R.)

Los cielos aún llameaban cuando Eldrathis comenzó a desmoronarse. El 3 de Kyrathis, 1 A.R., la primera gran fractura en la tierra marcó el inicio del colapso. La destrucción de los Obeliscos del Espejismo había desencadenado un torrente de poder crudo, un eco de lo que alguna vez fue la esencia misma del mundo. No fue una ruptura inmediata; fue un colapso que retumbó a lo largo de siglos, una serie de grietas que se propagaron como las últimas exhalaciones de un titán moribundo.

Las tierras comenzaron a quebrarse. El 15 de Naethir, 50 A.R., las primeras grietas colosales dividieron las antiguas ciudades de Eldrathis, separando civilizaciones enteras. En los primeros años tras la Ruina, se abrieron fisuras imposibles en la roca madre del continente, expulsando ríos de energía descontrolada. Zeratheas, el antiguo corazón de la magia, colapsó en sí mismo, desbordando fuerzas primordiales que dieron origen a tormentas de destrucción.

Las aguas de Vaelynn, el mar que antaño acariciaba las costas de un mundo próspero, se rebelaron contra la tierra. El 10 de Ulmarath, 127 A.R., la Gran Marea de la Ruina arrastró con ella los restos de antiguas metrópolis, convirtiéndolas en ruinas sumergidas. El desequilibrio en el plano elemental del agua, causado por la Ruina, desató torrentes que borraron civilizaciones costeras. Ciudades costeras fueron devoradas en el transcurso de una sola generación, sus ruinas aún visibles bajo el oleaje turbio.

Pero lo peor aún estaba por llegar. El 20 de Xalthir, 200 A.R., las tierras donde A??????? había dejado su marca comenzaron a retorcerse, marcando el Día de la Maldición Ardiente. Montañas se hundieron en abismos oscuros, tierras enteras fueron consumidas por llamas que no ardían con calor, sino con una corrupción que devoraba la esencia misma de la realidad. Algunas regiones desaparecieron por completo, arrastradas a planos desconocidos, dejando tras de sí solo sombras de lo que alguna vez fueron.

En medio del caos, la Reina Cuervo intentó salvar lo que quedaba. El 5 de Nethrakas, 275 A.R., en un acto desesperado, ejecutó un último hechizo, un intento de cicatrizar la herida en la realidad. Desde su trono en el velo entre la vida y la muerte, ejecutó un último hechizo, un intento desesperado de cicatrizar la herida en la realidad. El costo fue incalculable: la tierra se quebró aún más, empujada por la energía liberada. Las masas de tierra comenzaron a separarse, alejándose unas de otras como islas a la deriva en un mar de sombras.

Eldrathis se había convertido en un cadáver disperso. Y así, la nueva era comenzaba.

Los Fragmentos de la Creación

Cuando los últimos ecos de la Ruina se apagaron y el polvo de la destrucción finalmente se asentó, la imagen de Eldrathis había desaparecido para siempre. En su lugar, cinco nuevas tierras emergieron, esparcidas como huesos rotos de un titán caído. Aetherion, el más estable, se alzó en el centro de todo, aún cargando con el peso de su antiguo linaje arcano. Al oeste, Drakoria rugía bajo el dominio de bestias ancestrales, mientras que al este, Vaelyndor se sumergía en las profundidades, ocultando secretos olvidados. En el norte, Vorthamar se envolvía en tinieblas eternas, donde la luz nunca encontraba refugio, y en el sur, Thal’Zirith se convertía en el sepulcro de dioses olvidados.

El Orndrith que conocemos había nacido, pero la sombra de la Ruina aún yacía sobre él.

Aetherion, la Herencia de la Magia Perdida...

En el corazón del recién fragmentado mundo, donde alguna vez se alzó Zeratheas, el bastión supremo de la magia, emergió Aetherion. A diferencia de las demás tierras desgarradas por la Ruina, Aetherion conservaba aún vestigios de su antigua gloria, aunque deformados por el cataclismo que arrancó la divinidad del mundo. Sus llanuras, antaño fértiles con la esencia de los Ithalar, ahora vibraban con corrientes de magia impredecible. La tierra misma respiraba con un pulso arcano errático, y en las noches más oscuras, podía escucharse un murmullo en el viento, como si las antiguas torres de Zeratheas aún susurraran los secretos de su grandeza perdida.

Los primeros pobladores que intentaron reclamar estas tierras descubrieron rápidamente que Aetherion no era tan benevolente como parecía. En sus valles encantados, la naturaleza misma jugaba con la percepción del tiempo; aldeas enteras desaparecían en un parpadeo, absorbidas por fisuras etéreas que las arrojaban a rincones desconocidos de la existencia. Ríos de agua líquida fluían junto a cauces de pura energía mágica, y quienes se aventuraban en ellos podían encontrarse imbuidos de poder... o reducidos a cenizas en un instante.

A pesar de sus peligros, Aetherion representaba una esperanza para aquellos que buscaban restaurar la conexión con la magia. Aquí surgiría Silvaria, el último bastión del conocimiento arcano, una ciudad levantada sobre los cimientos de la antigua Zeratheas, en un intento por domesticar las fuerzas que una vez gobernaron el mundo. Pero la magia de Aetherion nunca se dejó dominar del todo; siempre caprichosa, siempre errática, un recordatorio de que la Ruina no solo destruyó dioses, sino que trastocó para siempre el equilibrio de la existencia.

Y así, mientras las sombras de la antigua grandeza de Zeratheas flotaban sobre sus ruinas, los habitantes de Aetherion vivían entre la promesa del poder y la amenaza de su incontrolable voluntad.

Drakoria, la Tierra de las Bestias Ancestrales...

Si Aetherion representaba el legado de la magia perdida, Drakoria era la furia inquebrantable de la creación primigenia. Situada al oeste de Orndrith, esta vasta tierra fragmentada se alzó como un monumento a la brutalidad indomable de la naturaleza. Su suelo era un campo de batalla donde titanes colosales libraban una guerra interminable por la supremacía. No había descanso en Drakoria, no había clemencia; solo la ley del más fuerte dictaba el destino de sus habitantes.

Cuando la Ruina desgarró Eldrathis, las montañas de esta región no se desmoronaron, sino que se alzaron con furia, desgarrando los cielos y escupiendo ríos de fuego. De los cráteres volcánicos surgieron bestias olvidadas por el tiempo, reptiles colosales que una vez habían habitado la Era Primigenia. Dragones, saurios y criaturas de escamas endurecidas por milenios de evolución reclamaron estas tierras, transformándolas en un reino de titanes donde la supervivencia era la única ley.

Las islas flotantes, remanentes de la antigua tierra destrozada, derivaban sobre mares de nubes ardientes, sostenidas por corrientes mágicas inestables. Algunas eran refugios de razas guerreras, clanes que veneraban a los dragones como dioses, ofreciendo sacrificios a sus señores alados en templos forjados con huesos y lava endurecida. Se decía que en las entrañas de las montañas aún dormían entidades más antiguas que la propia guerra de los dioses, esperando el momento para despertar y reclamar lo que les fue arrebatado.

Pero lo más aterrador de Drakoria no eran sus habitantes ni sus tempestades de fuego, sino su propio espíritu. La tierra estaba viva, latía con una furia contenida que podía sentirse en cada temblor, en cada rugido que hacía estremecer el firmamento. Era como si el continente mismo fuera un coloso dormido, un leviatán de piedra y magma que en cualquier momento podría abrir los ojos y reclamar su lugar en el cosmos.

Mientras otras tierras intentaban reconstruirse tras la Ruina, Drakoria nunca se doblegó. Aquí no había piedad, no había lugar para los débiles. Era un reino de fuego y furia, donde solo los verdaderamente dignos podían esperar sobrevivir. Y aun así, muchos llegaban, atraídos por las leyendas de poder, por los susurros de tesoros ocultos en las fauces de dragones milenarios, por la promesa de grandeza que solo la muerte o la gloria podían conceder.

Vaelyndor, el Reino Sumergido...

Si Drakoria era la furia de la tierra, Vaelyndor era el abismo insondable que devoraba el pasado. Lo que alguna vez fue el corazón mismo de Eldrathis ahora yacía bajo un océano interminable, un reino donde los vestigios de la grandeza perdida dormían en lo profundo. La Ruina no solo fragmentó la tierra, sino que también rompió los lazos entre el mundo de la superficie y las civilizaciones que antaño dominaron estas aguas. Cuando el océano de Vaelynn reclamó estas tierras, lo hizo sin piedad ni advertencia, ahogando imperios enteros en un instante.

Las aguas de Vaelyndor no eran un simple dominio natural, sino un plano en sí mismo, donde las reglas de la realidad parecían doblarse a voluntad de fuerzas más allá de la comprensión mortal. Aquí, los rayos del sol apenas penetraban la superficie, dejando vastas regiones sumidas en una penumbra espectral. Islas errantes, pedazos de tierra desgarrados de sus cimientos originales, flotaban a la deriva como fantasmas de un mundo olvidado. Entre ellas, las ruinas de la antigua capital de Eldrathis aún susurraban historias de grandeza, de dioses destronados y de un poder que nunca debió ser despertado.

Pero no todo lo que habitaba en Vaelyndor era un recuerdo del pasado. Con la caída de los Ithalar y el hundimiento de las tierras, nuevas formas de vida surgieron de las profundidades. Criaturas abisales, engendros de la magia corrompida, acechaban en la oscuridad líquida, esperando a los insensatos que osaban aventurarse en sus dominios. Las razas acuáticas, antaño meros habitantes de los mares, se convirtieron en los nuevos regentes de este mundo sumergido. Clanes de sirénidos y leviatanes reclamaron lo que quedaba de la superficie, construyendo reinos de coral y hueso en los esqueletos de ciudades perdidas.

Sin embargo, entre los susurros del océano, un miedo persistente se cernía sobre todos los que llamaban a Vaelyndor su hogar. En los abismos más profundos, donde ni siquiera la luz de los hechiceros más poderosos podía penetrar, algo dormía. Se decía que Tharizdun, el dios encadenado, había sembrado su esencia en estas aguas mucho antes de la Ruina, y que su corrupción aún filtraba sombras en las mentes de aquellos que escuchaban el llamado del fondo. Los marineros que cruzaban las fronteras de Vaelyndor hablaban de voces que susurraban desde el oleaje, de ojos que los observaban desde el abismo, de la sensación de que el mar mismo era un ser vivo, un devorador de almas que nunca se saciaba.

Navegar por Vaelyndor no era simplemente un reto contra los elementos; era una prueba de resistencia mental y espiritual. Los que entraban sin preparación rara vez regresaban, y aquellos que lo hacían nunca volvían a ser los mismos. En este océano infinito, donde el pasado y el presente se mezclaban en un torbellino de recuerdos olvidados, solo una certeza permanecía inquebrantable: el mar no perdona, y lo que se pierde en sus aguas, jamás vuelve a la superficie.

Vorthamar, el Imperio de la Sombra Eterna...

Más allá de los reinos de magia errática, fuego indómito y océanos insondables, en el extremo septentrional del mundo, se alzaba Vorthamar, un dominio donde la luz misma había sido desterrada. Si Aetherion había heredado la magia y Drakoria la fuerza de la creación, Vorthamar era el eco helado de la muerte y el olvido. Aquí, donde el sol apenas rozaba la superficie con su pálida luz, reinaba una penumbra perpetua que devoraba la esperanza de quienes osaban pisar sus tierras.

Cuando la Ruina desgarró Eldrathis, las tierras del norte no fueron consumidas por el fuego ni sumergidas por las aguas; fueron envueltas por la oscuridad. Un velo de sombras eternas cayó sobre Vorthamar, un manto tejido por la influencia de Shar y la Reina Cuervo, diosas de la noche y la muerte, cuyas huellas quedaron grabadas en la esencia misma del continente. La naturaleza de este lugar se distorsionó, convirtiéndolo en un territorio donde los límites entre la vida y la muerte eran frágiles, donde los susurros del más allá resonaban en el viento gélido.

Las ciudades de Vorthamar eran espectros de un pasado olvidado, estructuras de piedra ennegrecida y torres que parecían alzarse hacia un cielo vacío. Los pocos habitantes que sobrevivieron a la Ruina o que llegaron buscando refugio encontraron un mundo implacable, donde el frío mordía hasta los huesos y la noche nunca terminaba. Criaturas que no deberían existir acechaban entre las sombras, espectros sin descanso, almas condenadas a vagar eternamente sin encontrar paz. Algunos decían que la tierra misma estaba maldita, que caminar por sus suelos era escuchar los ecos de los caídos, sentir el peso de los incontables muertos que aún reclamaban venganza.

Pero lo más temido de Vorthamar no era su noche perpetua ni sus criaturas sin nombre, sino el ser que, según las leyendas, gobernaba desde su trono en la negrura infinita. El Traidor Sin Nombre, un ente envuelto en mitos y susurros, se decía que habitaba en lo más profundo de este reino de sombras, una figura cuyas motivaciones y naturaleza eran desconocidas, pero cuyo poder rivalizaba con el de los dioses mismos. Los viajeros que se aventuraban demasiado en las profundidades de Vorthamar rara vez regresaban, y aquellos que lo hacían hablaban de una presencia que los observaba, de una voz en la oscuridad que prometía conocimiento prohibido… a cambio de su alma.

Aquí, en esta tierra sin amanecer, el tiempo carecía de significado, y la línea entre la vida y la muerte se volvía borrosa. Vorthamar era el reino de los olvidados, de los malditos, de aquellos que habían sido condenados a existir en un mundo donde la luz nunca volvería a tocar la tierra. Un dominio donde solo los desesperados o los insensatos se atrevían a caminar.

Y más allá de sus tierras cubiertas de escarcha y sombras eternas, aguardaba el último de los fragmentos de Eldrathis, el más árido y hostil de todos:

Thal'Zirith, el Desierto de los Dioses Muertos...

Si Vorthamar era un reino de sombras y condena, Thal'Zirith era la tumba de todo lo que alguna vez existió. En el extremo sur de Orndrith, donde la vida apenas osaba respirar, se extendía un vasto desierto de arena negra y polvo ancestral. Aquí, bajo cielos permanentemente nublados por la ceniza de tiempos olvidados, yacían los restos de los dioses menores que perecieron en la Ruina. Sus cuerpos petrificados, monumentos colosales erosionados por el viento implacable, se alzaban como torres en el horizonte, recordatorios de que incluso los inmortales pueden caer.

Nada crecía en Thal'Zirith. La magia misma, rota y errática en el resto del mundo, aquí había sido completamente erradicada. Era un lugar de muerte absoluta, donde los poderes arcanos se disolvían en el aire, donde la esencia de los hechiceros se debilitaba hasta dejarlos sin aliento. Para los incautos que se aventuraban en este dominio, cada paso era una lucha contra la locura y el vacío. El desierto no solo devoraba la vida, sino también el alma.

Las tormentas de arena eran más que un azote natural: eran entidades vivientes, vendavales de polvo imbuidos con los susurros de los Ithalar caídos, guardianes sin voluntad que deambulaban sin rumbo. Algunos decían que aquellos que morían aquí no pasaban al otro lado, sino que sus sombras quedaban atrapadas en la arena, condenadas a vagar por la eternidad, susurrando lamentos en lenguas olvidadas.

Las ruinas enterradas de Thal'Zirith escondían secretos que nadie debía descubrir. Se hablaba de antiguas criptas donde los últimos Ithalar hicieron su último sacrificio, sellando poderes que no pertenecían a este mundo. Aquellos que encontraron estos templos subterráneos rara vez emergieron, y los pocos que lo hicieron llevaban la mirada perdida, como si algo dentro de ellos se hubiera quebrado para siempre.

En este reino de desesperación, solo los más endurecidos podían sobrevivir. Tribu errantes, guerreros exiliados y sectas fanáticas se refugiaban entre los escombros de civilizaciones extintas, adorando a los dioses muertos con ritos de sangre y ceniza. Algunos creían que, en el corazón del desierto, yacía la clave para restaurar la magia, un último vestigio de poder enterrado bajo el cadáver de los antiguos. Pero pocos osaban buscarlo, y ninguno que lo intentó vivió para contarlo.

Así era Thal'Zirith, el sepulcro de los titanes, el eco final de una era perdida. No era solo un desierto, sino la última advertencia del pasado: un recordatorio de que incluso la grandeza de los dioses podía ser olvidada, enterrada bajo el peso del tiempo y la arena..


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