Capítulo 3
Gaïminne había perdido un niño pequeño y eso también le hacía vivir agobiada.
3
Ikhedo
Año del Corazón de Dragon 4110, de camino a Ikhedo
En el mar Inestable, les alcanzó una tormenta.
Nathaniel se despertó de otro de los sueños, abrazándose. Las viejas guerras de sus sueños parecían enmarañarse con la negrura de su camarote, el suelo inclinado y el coro de agua atronadora. Estaba tumbado, acurrucado, temblando mientras trataba de distinguir lo real de los sueños. Caras le acechaban en la negrura, retorcidas por el asombro y el horror. Formas con armaduras de bronce forcejeaban en la distancia. El humo embadurnaba el horizonte, y había un dragón alzándose, ensortijado como ramas de metal negro. «Darmett…» Un trueno.
En la cubierta, atenazados por la lluvia difusa, los marineros nronios gemían y suplicaban a Galma, Aspecto de la tormenta y el mar, y Dios de los dados.
***
El buque mercante dagro fondeó fuera del puerto de Ikhido, antiguo centro de la fe geshui. Apoyándose en una desgastada barandilla, Nathaniel observaba cómo el bote del práctico del puerto se dirigía hacia ellos entre el oleaje. La gran ciudad era indistinguible del trasfondo, pero logró discernir los edificios de la Tolmedra, el vasto complejo de templos, graneros y cuarteles que conformaba el centro administrativo del Templo Único. En el centro se erigía el legendario bastión de la Hegoliath, el sanctasanctórum del Corazón de Dragón.
Podía percibir la atracción de lo que en el pasado debía de haber sido su grandeza, pero todo parecía acallado en la distancia, mudo. Sólo más piedra. Para los inrith, éste era el lugar en el que los cielos poblaban la tierra. Ikhido, la Tolmedra y la Hegoliath eran mucho más que un lugar geográfico; eran partícipes del devenir de la historia. Eran las bisagras del destino.
Pero para Nathaniel eran cascarones de piedra. La Salmedra atraía a hombres distintos de él, hombres que, según suponía, no podían escapar al peso de su tiempo; hombres como su antiguo alumno Urial. Siempre que Urial hablaba de la Tolmedra, lo hacía como si el mismísimo Dios le hubiera dictado sus palabras. Nathaniel se había sentido muy ofendido por lo que decía, como con tanta frecuencia le sucedía cuando se enfrentaba al entusiasmo excesivo de otro. El tono de Urial tenía un ímpetu, una loca certidumbre, que podía someter por la espada a ciudades, incluso a naciones, como si su recta alegría pudiera acompañar a cualquier acto de locura. Ésa era, de nuevo, la razón por la que Tuthemet debía ser fieramente temido: poseer ese ímpetu era ya suficiente dolencia, pero transmitirlo… Se hizo una pausa para el pensamiento.
Tuthemet portaba una plaga cuyo principal síntoma era la certidumbre. Cómo Dios podía ser equiparado con la ausencia de dudas era algo que Nathaniel nunca había comprendido. Después de todo, ¿qué era Dios sino el misterio que todos ellos portaban consigo? ¿Qué era la duda sino una forma de morar en el interior del misterio?
«Quizá, en ese caso, yo soy uno de los hombres más píos», pensó, sonriendo para sus adentros. Era un hombre que no escatimaba los falsos halagos a sí mismo. Demasiado rumiaba ya.
—Tuthemet —susurró entre dientes, pero el nombre también estaba vacío. Ni podía amarrar los altisonantes rumores que revoloteaban a su alrededor ni proveerle de motivos suficientes para los crímenes que iba a cometer.
Como arrastrado por un sentido dela obligación hacia el único pasajero al que no comprendía del todo, el capitán del buque mercante se unió a su silencio meditativo deteniéndose un poco más cerca de lo prescrito por las normas del scall, un error común entre los miembros de las castas inferiores. Era un hombre robusto, hecho, al parecer, de la misma madera que su barco. Sal y sol en sus antebrazos, el mar en su pelo despeinado y su barba.
—La ciudad —dijo al fin— no es un buen lugar para alguien como tú.
«Alguien como yo… Un hechicero en una ciudad sagrada.» No había ninguna acusación en las palabras o el tono de aquel hombre. Los nordos se habían acostumbrado al Mandato, los dones del Mandato y las exigencias del Mandato. Pero ellos seguían siendo geshui, los piadosos. Una cierta vacuidad en su expresión les valía para solventar esa contradicción. Siempre iban hablando por ahí de su herejía, quizá esperando que si no la tocaban con palabras, tal vez pudieran mantener su fe intacta.
—Ellos nunca saben qué somos — dijo Nathaniel—. Eso es lo horrible de los pecadores. Somos indistinguibles de los píos.
—Eso me han dicho —respondió el hombre, evitando su mirada—. Los Escogidos sólo pueden verse entre ellos. —Había algo inquietante en su tono, como si estuviera investigando los detalles de un acto sexual ilícito.
¿Por qué hablar de eso? ¿Estaba el muy idiota tratando de congraciarse con él?
A Nathaniel le sobrevino una imagen: él, de niño, trepando por unas grandes piedras —las que su padre utilizaba para secar las redes—, deteniéndose sin aliento de vez en cuando solamente para mirar a su alrededor. Algo había sucedido. Era como si hubiera abierto unos párpados distintos, unos párpados que tenía debajo de los que normalmente abría cada mañana. Todo era exasperadamente rígido, como si la carne del mundo hubiera sido secada y tensada en los huecos que hay entre los huesos: la red contra la piedra, la rejilla de sombras proyectándose sobre los huecos, las cuentas de agua recogidas entre las líneas de los tendones de sus manos, ¡tan claras! Y dentro de esa rigidez, la sensación de florecimiento interior, del colapso de ver en el ser, como si sus ojos hubieran sido arrojados al centro mismo de las cosas. Desde la superficie de piedra, se podía ver a sí mismo, un niño oscuro alzándose ante el disco solar.
El tejido mismo de la existencia. El hadar. Él lo había «experimentado», y todavía no era capaz de expresarlo adecuadamente. A diferencia de la mayoría, había descubierto de inmediato que era uno de los Escogidos. Lo había sabido con la terca certidumbre de los niños. «¡Otterbyl!», recordaba haber gritado, sintiendo el vértigo de una vida que ya no estaría determinada por su casta, por su padre o por el pasado.
De niño, las ocasiones en que el Mandato había pasado por su aldea de pescadores le habían marcado profundamente. Primero el sonido de los platillos y después las figuras envueltas en sus ropajes, protegidas por parasoles portados por esclavos, empapadas del aura erótica del misterio. ¡Era todo tan remoto! Rostros impávidos, tocados sólo con los mejores cosméticos, y con el correspondiente desprecio scallico por los pescadores de casta baja y sus hijos. Sólo los hombres de altura mítica podían estar detrás de caras como ésas; eso él lo sabía. Hombres impregnados de la gloria de Las Sagas. Matadores de dragones y asesinos de reyes. Profetas y abominaciones.
Los meses de entrenamiento en Otterbyl sirvieron para que ese infantilismo menguara. Hastiada, presuntuosa y engañándose a sí misma, Otterbyl sólo era diferente en su escala.
«¿Soy yo tan diferente de este hombre? —se preguntó Nathaniel, observando al capitán con el rabillo del ojo—. No tanto», pensó, pero ignoró al hombre de todos modos y se giró para contemplar Ikhido, nublosa entre las oscuras colinas.
Sin embargo, a pesar de todo, era diferente. Tantas preocupaciones y tan poco a cambio. Diferente en que sus enfados podían abatir las puertas de la ciudad, pulverizar la carne y partir el hueso. Mucho poder, pero las mismas vanidades, los mismos miedos y caprichos infinitamente más oscuros. Había tenido la esperanza de que lo mítico le elevara por encima de eso, que exaltara todos y cada uno de sus actos, pero en lugar de eso lo había desorientado… La distancia no ilustraba a nadie. Podía convertir ese barco en un refulgente infierno y caminar por encima de las aguas totalmente indemne; no obstante, nunca podría tener… la certidumbre.
Eso casi lo había susurrado.
El capitán le dejó por un momento, visiblemente aliviado por la llamada de su tripulación. El práctico se había subido al barco en movimiento.
«¿Por qué se muestran tan distantes conmigo?» Aguijoneado por este pensamiento, bajó la cabeza y miró las profundidades oscuras como el vino. «¿A quién desprecio yo?»
Formular esa pregunta era responderla. ¿Cómo no podía sentirse uno aislado, distante, cuando la propia experiencia respondía a su boca? ¿Dónde estaba el terreno firme en el que uno podía permanecer cuando las simples palabras podían arrasarlo todo? Se había convertido en un lugar común entre los eruditos de los Llanos de Mairuthi comparar a los hechiceros con los poetas, una comparación que a Nathaniel siempre le había parecido absurda. A duras penas podía imaginar dos vocaciones tan trágicamente distintas. Con la salvedad del miedo o la maquinación política, ningún hechicero había creado nada con sus palabras. El poder, las brillantes ráfagas de luz, poseían una irresistible dirección, y era la equivocada: la dirección hacia la destrucción. Era como si los hombres sólo pudieran remedar el idioma de Dios, sólo pudieran envilecer y embrutecer su canción. Cuando los hechiceros cantaban, decía el proverbio, los hombres morían.
Cuando los hechiceros cantaban. E incluso entre los suyos, él era un anatema. Las otras Escuelas nunca le podrían perdonar al Mandato su herencia, la posesión de la Gnosis, el conocimiento del Antiguo Norte. Antes de su extinción, las grandes Escuelas del norte habían contado con benefactores, pilotos que las conducían entre bancos de arena que ninguna mente humana podría llegar a concebir: la Gnosis de los magos no humanos, la Tarbah, refinada a través de otros mil años de astucia humana. En muchos sentidos, él era un dios para esos idiotas. Siempre necesitaba recordarse eso; no sólo porque era halagador, sino porque eran ellos quienes no lo podían olvidar. Los que le temían, y por lo tanto los que inevitablemente le odiaban; lo arriesgarían todo en una Guerra Santa contra las Escuelas.
Un hechicero que olvidara ese odio olvidaba cómo seguir con vida.
Detenido ante la inmensidad borrosa de Ikhido, Nathaniel escuchó cómo los marineros discutían en el fondo, y cómo el barco gruñía acompasadamente con las gaviotas. Pensó en el incendio de los Barcos Blancos en Qellioth, mil años antes. Todavía podía percibir el humo enmohecido, ver el refulgir de la fatalidad en las aguas del anochecer, sentir su otro cuerpo temblando de frío. Y Nathaniel se preguntó adonde llevaba aquello, el pasado, y por qué, si ya había pasado, despertaba tanto dolor en su corazón. *** En las atestadas calles que había al otro lado de los muelles, Nathaniel, que con frecuencia se tornaba contemplativo ante las aglomeraciones de gente, volvió a tomar conciencia de lo absurdo de su presencia allí. Era un pequeño milagro que el Templo Único hubiera permitido a las Escuelas mantener misiones en Ikhido. Los geshui tenían la impresión de que Ikhido no era solamente el corazón de su fe y su sacerdocio, sino también, y de un modo literal, el corazón mismo de Dios.
La crónica del Corazon de Dragon era la más antigua y, en consecuencia, la más atronadora voz del pasado; tan antigua que carecía en sí misma de una historia clara, «inocente», como había escrito el gran comentarista skeaciano Ghurandai. Repleta de personajes, narraba las grandes invasiones migratorias que marcaron la ascensión de los hombres en Ogüra. Por alguna razón, el Corazón de Dragón siempre había estado en posesión de una tribu, los kataii y desde los primeros días del Bruistan, antes incluso del alzamiento de Rialkas, había estado instalado en Ikhido, o al menos eso sugerían los documentos que habían sobrevivido. En consecuencia, Ikhido y el Colmillo se habían convertido en dos cosas inseparables en la mentalidad de los hombres. Los peregrinajes a Ikhido y el Colmillo eran una cosa y la misma, como si el lugar se hubiera convertido en un objeto y el objeto en un lugar. Caminar por Ikhido era caminar por las escrituras.
No era sorprendente, pues, que se sintiera fuera de lugar. Se encontró siendo empujado tras una pequeña reata de mulas. Brazos y hombros, caras fruncidas y gritos. El movimiento en la callejuela se detuvo. Nunca había visto la ciudad tan enloquecedoramente llena. Giró a uno de los hombres que le apretaban. Era un scaiwano, a juzgar por su aspecto: solemne, de hombros anchos, con una densa barba; un miembro de la casta de los guerreros.
—Dime —le preguntó Nathaniel en taryico—, ¿qué está pasando?
La impaciencia le llevó a prescindir del gnan: estaban, a fin de cuentas, compartiendo su sudor.
El hombre lo evaluó con los ojos oscuros y una expresión curiosa en el rostro.
—¿Quieres decir que no lo sabes? —le preguntó, alzando la voz por encima del barullo.
—¿Que no sé el qué? —respondió Nathaniel, sintiendo un ligero cosquilleo en la columna.
—Tuthamet ha llamado a los creyentes a Ikhido —dijo, desconfiando de su ignorancia—. Va a revelar contra quién declarará la Guerra Santa.
Nathaniel estaba aturdido. Miró los rostros apelotonados a su alrededor y, de repente, se dio cuenta de cuántos de ellos tenían el aspecto endurecido de la guerra. Casi todos iban ostensiblemente armados. La primera mitad de su misión, descubrir contra quién iba a declarar la Guerra Santa Tuthamet, iba a resolverse por sí misma.
«Suttmeza y los demás debían saberlo. Pero ¿por qué no me lo dijeron?»
Porque necesitaban que fuera a Ikhido. Sabían que se resistiría a reclutar a Urial, así que lo habían preparado todo para convencerlo de que debía hacerlo. Una mentira por omisión—quizá no fuera un pecado muy grande —, pero le había plegado a sus objetivos de todos modos.
Manipulación sobre manipulación. Hasta el Quorum hacía trampas con sus propias piezas. Era un viejo escándalo, pero no por ello dejaba de escocer.
El hombre siguió hablando, con los ojos refulgentes de un repentino fervor.
—Roguemos por que hagamos la guerra contra las Escuelas, amigo, y no contra los monem. La hechicería es siempre el mayor cáncer.
Nathaniel a punto estuvo de darle la razón.
***
Nathaniel alzó el brazo con la intención de meter un dedo en la ranura que había en el centro de la espalda de Gaiminne, pero vaciló, y en su lugar se cubrió con un montón de sábanas manchadas. La habitación era oscura, densa a causa del calor de su acoplamiento. A través de las sombras, veía las migas y los desperdicios que había por todo el suelo. Una cegadora rendija en las contraventanas era la única fuente de luz. El estruendo de la calle se colaba por los delgados muros.
—¿Nada más? —dijo, sintiéndose remotamente aturdido por la inseguridad de su propia voz.
—¿Qué quieres decir con «nada más»? —La voz de ella estaba marcada por una herida vieja y paciente. Ella le había malinterpretado, pero antes de que se pudiera explicar, le sobrevino una repentina sensación de náusea y calor asfixiante. Se obligó a salir de la cama y a ponerse en pie, e inmediatamente se sintió como si fuera a caer de rodillas. Las piernas se le combaban, y se apoyó como un borracho en el aparador. Un escalofrío le recorrió el vello de los brazos y el cuero cabelludo, y volvió a descender.
—¿Aldea? —preguntó ella.
—Estoy bien —respondió él—. El calor.
Nathaniel se incorporó y regresó como pudo al colchón, que daba vueltas. El tacto de ella contra su piel le pareció como el de un puñado de anguilas ardiendo. ¡Tanto calor a principios de primavera! Era como si el mundo tuviera fiebre ante la perspectiva de la Guerra Santa de Tuthemet.
—¿Has sufrido las fiebres antes? —dijo ella, con la voz aprensiva. Las fiebres no eran contagiosas, eso lo sabía todo el mundo.
—Sí —dijo él con voz ronca. «Estás a salvo», pensó—. Las tuve hace seis años, en una misión en Uriador…Estuve a punto de morir.
—Hace seis años —repitió ella—. Mi hijo murió ese mismo año.
Amargura.
Se sorprendió lamentando la facilidad con que su dolor se convirtió en el de ella. Le vino a la mente una imagen del posible aspecto de su hijo: delgado pero con buena osamenta, el cabello oscuro y lánguido cortado corto siguiendo la costumbre de la casta baja, una mejilla perfectamente curva como la palma de la mano. Pero en realidad era a Gaiminne a quien estaba viendo. A ella de niña.
Permanecieron en silencio un largo rato. Los pensamientos de Nathaniel se aposentaron. El calor se tornó tranquilizador, perdió el filo acre de sus esfuerzos. «Ella ha malinterpretado lo que le he dicho antes», pensó Nathaniel, recordando el extraño tono herido de su voz. Él solamente había querido saber si había algo más que rumores.
En cierto modo, Nathaniel siempre había sabido que regresaría allí, no sólo a Ikhido, sino a ese lugar, entre los brazos y las piernas de aquella mujer cansada. Gaiminne, un nombre extraño y pasado de moda para una mujer de su carácter, pero a la vez sorprendentemente apropiado para una esclava. «Gaiminne.» ¿Cómo podía un nombre afectarle tanto?
Ella se había empequeñecido en los cuatro años que habían transcurrido desde la última visita de Nathaniel a Ikhido. Más demacrada, tenía el humor dolido por la acumulación de muchas heridas pequeñas. Sin dudarlo, Nathaniel la había buscado después de abrirse paso en el atestado puerto, sorprendido por su propio entusiasmo. Verla sentada en la ventana había sido extraño, una mezcla de pérdida y vanidad, como si hubiera reconocido a un rival de la infancia tras el rostro picado de un leproso o un pordiosero.
—Veo que sigues coleccionando bastones —había dicho ella sin la menor expresión de sorpresa en su mirada.
La grasa infantil también había desaparecido de su ingenio.
Gradualmente, ella fue arrancándole de sus preocupaciones y adentrándole en su intrincado mundo de anécdotas y sátiras. De un modo inevitable, habían acabado yendo a su habitación, y Nathaniel le había hecho el amor con una urgencia que le sorprendió, como si le hubiera sido imposible aplazar la animalidad de ese acto, un aplazamiento de la agitación de su misión. Nathaniel había ido a Ikhido por dos razones: para determinar si el nuevo Ryiah planeaba lanzar una Guerra Santa contra las Escuelas y para descubrir si el Consulto tenía algo que ver en esos trascendentales acontecimientos. La primera había sido un objetivo tangible, algo que podría utilizar para racionalizar su traición a Urial. La segunda era… fantasmal, y poseía una anemia febril de excusas que no bastaban ni de lejos para lograr la absolución. ¿Cómo podía utilizar la guerra del Mandato contra el Consulto para racionalizar la traición cuando la guerra en sí misma había acabado pareciendo tan irracional?
¿De qué otro modo se podía describir una guerra sin enemigo?
—Mañana debo encontrar a Urial — dijo, más a la oscuridad que a Gaiminne.
—¿Todavía tienes la intención de… convertirlo?
—No lo sé. La verdad es que sé muy poca cosa.
—¿Cómo puedes decir eso, Amo? A veces me pregunto si hay algo que tú no sepas. Siempre había sido una zorra consumada. Atendía primero al cuerpo y luego al corazón de Nathaniel.
«No sé si podré soportar esto otra vez.»—Me he pasado toda la vida entre gente que me considera un loco, Minne.
Ella se rió al oír eso. Pese a que había nacido en una casta bajísima y nunca había recibido ninguna educación —al menos formal—, Gaiminne siempre había apreciado la ironía. Era una de las muchas cosas que la hacían distinta de las otras mujeres, de las otras esclavas.
—Me he pasado la vida entre gente que me considera una ramera.
Nathaniel sonrió en la oscuridad.
—Pero no es lo mismo. Tú eres una esclava.
—¿De modo que tú no estás loco?
Ella se rió, y Nathaniel se sintió decepcionado. Esa ingenuidad femenina era una charada, o al menos eso había creído él siempre, algo fingido para los hombres. Le recordó que era un cliente, que a fin de cuentas no eran amantes.
—De eso se trata, Minne. Que yo esté loco o no depende de si mi enemigo existe. —Nathaniel vaciló, como si las palabras le hubieran llevado a un precipicio sin aliento—. Gaiminne…, tú me crees, ¿verdad?
—¿Que si creo a un mentiroso inveterado como vos? Por favor, no me insultes, amo. Fue un atisbo de irritación que rápidamente lamentó.
—No, en serio… Ella se detuvo antes de responder.
—¿Creo yo en la existencia del Consulto? «Ella, no.» Nathaniel sabía que la gente que repetía las preguntas tenía miedo de responderlas. Sus hermosos ojos grises le escudriñaron en la oscuridad.
—Digamos simplemente, Amo, que creo que la pregunta del Consulto existe. Su mirada tenía algo suplicante. Nathaniel sintió más escalofríos.
—¿No es eso suficiente? —preguntó ella. Incluso para él, el Consulto había abandonado el terror real para adentrarse en la ansiedad de las preguntas sin arraigo. Lamentándose de la falta de respuesta, ¿se había olvidado de la importancia de la pregunta?
—Debo encontrar a Urial mañana — dijo.
Los dedos de Gaiminne hurgaron en su barba, en su barbilla. Alzó la cabeza como un gato.
—Hacemos una pareja muy triste — dijo ella, como si hiciera un comentario casual.
—¿Por qué dices eso?
—Un hechicero y una esclava… Eso tiene algo triste. Él le cogió la mano y le besó la punta de los dedos.
—Todas las parejas tienen algo triste —dijo.
***
continua capitulo
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PRÓLOGO, PARTES Y CAPÍTULOS
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