El Conciliábulo by HAROSLANKAR | World Anvil

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Sat 10th Feb 2024 07:21

El Conciliábulo

by Gran Rey de Tefreinik HAROSLANKAR AIMONE

2
Otterbyl
 
II
El Conciliabulo
 
Finales de invierno, año del Corazón de Dragón 4110, Otterbyl
 
«Llamado a casa», pensó Nathaniel, herido por la ironía de la palabra, casa. Podía pensar en pocos lugares del mundo —Zloughvale sin duda, quizá los Atalaya Esmeralda— más ingratos que Otterbyl.

Pequeño y solo en el centro de la sala de audiencias, Nathaniel trató de recobrar la compostura. Los miembros del Quorum, el consejo dirigente de la Escuela del Mandato, permanecían en pequeños grupos dispersos entre las sombras, escudriñándole. Veían, y él lo sabía, a un hombre mediano y delgado vestido con una simple túnica de viaje marrón y con una barba recortada en ángulos rectos y con mechones plateados. Transmitía la sensación de fortaleza de un hombre que ha pasado años en el camino: la postura amplia, la piel curtida y bronceada de un trabajador de las castas inferiores. No debía tener en absoluto el aspecto de un hechicero.

Pero ningún espía debía parecerlo.
 
Molesto por el escrutinio, Nathaniel reprimió el impulso de preguntar si querían, como todo esclavista escrupuloso, mirarle los dientes.
«Al fin en casa.»
 
Otterbyl, la ciudadela de la Escuela del Mandato, era su casa —siempre sería su casa—, pero el lugar lo empequeñecía de una manera inexplicable. Era más que la arquitectura pesada: Otterbyl había sido construida siguiendo el estilo del Antiguo Norte, cuyos arquitectos no habían sabido nada de arcos o cúpulas. Las galerías interiores eran bosques de recias columnas, y los techos estaban oscurecidos por capas de opacidad y humo. Todas las columnas estaban revestidas de estilizados relieves, cuyos excesivos detalles, o al menos así se lo parecía a Nathaniel, eran iluminados por los braseros. Cada vez que la luz parpadeaba, el suelo parecía girar. Finalmente, uno de los integrantes del Quorum se dirigió a él.
 
—El Templo Único no debe seguir siendo ignorados, Nathaniel; al menos desde que ese Tuthemet se ha hecho con el Trono y se ha proclamado Ryiah
Inevitablemente, había sido Suttmeza quien había roto el silencio. El último hombre al que Nathaniel quería oír hablaba siempre el primero.
 
—Sólo he oído rumores —contestó en un tono comedido, el tono que siempre empleaba cuando se dirigía a Suttmeza.
 
—Créeme —dijo Suttmeza, agriamente—. Los rumores apenas le hacen justicia a ese hombre.
 
—Pero ¿cuánto tiempo puede sobrevivir? Era una pregunta natural. Muchos Ryiah se habían hecho con el timón del Templo Único sólo para descubrir que era un barco inmenso que se negaba a girar.
 
—¡Oh, sobrevivirá! —dijo Suttmeza —. De hecho, le está yendo muy bien. Todos los Cultos han acudido a reunirse con él en Ikhido. Todos le han besado la rodilla, y sin ninguna de las maniobras políticas obligatorias en transiciones de poder como ésta. Ningún mezquino boicot. Sin una sola abstención. —Se detuvo para que Nathaniel tuviera tiempo de apreciar el significado de aquello—. Ha despertado algo —dijo el viejo hechicero frunciendo los labios, como si estuviera manteniendo a raya la siguiente palabra—, algo novedoso… Y no solamente en el Templo Único.
 
—Pero hemos visto a otros como él antes —aventuró Nathaniel—. Fanáticos que sostienen la redención con una mano para que nadie le preste atención al látigo que tienen en la otra. Tarde o temprano, todo el mundo ve el látigo.
 
—No, no hemos visto «a otros como él» antes. Nadie se ha movido tan rápidamente ni con tanta astucia. Tres semanas después de su toma de posesión se descubrieron dos conspiraciones para envenenarlo, y lo extraordinario del caso es que las descubrió el propio Tuthemet. No menos de siete funcionarios del Emperador fueron denunciados y ejecutados en Ikhido. Ese hombre es algo más que astuto. Mucho más.
Nathaniel asintió y entrecerró los ojos. Entonces, comprendía la urgencia de su regreso. Los poderosos detestan por encima de todo los cambios. Las Grandes Facciones habían reservado un lugar para el Templo Único y su Ryiah. Pero ese Tuthemet, como dirían los nordoroth, se había meado en el whisky. Y lo más inquietante era que lo había hecho con inteligencia.
 
—Se va a producir una Guerra Santa, Nathaniel.
 
Aturdido, Nathaniel buscó las siluetas oscuras de los demás miembros del Quorum para que se lo confirmaran.
 
—Bromeas, sin duda.
 
Suttmeza emergió de las sombras. Era mucho más alto que Nathaniel y sólo se detuvo cuando se encontró frente a él. Nathaniel reprimió la urgencia de dar un paso atrás. El viejo hechicero siempre había poseído una presencia desconcertante: intimidante debido a su altura, pero patética a causa de su avanzada edad. Su piel parecía un insulto a las sedas que lo cubrían.
 
—No es una broma; te lo aseguro.
 
—¿Contra quién, pues? ¿Los monem? A lo largo de su historia, los Llanos d Mairuthi sólo habían sido testigos de dos Guerras Santas, ambas libradas contra las Escuelas más que contra los infieles. La última, la llamada Guerra Escolástica, había sido desastrosa para los dos bandos. Otterbyl había sido sitiada durante siete años.
 
—No lo sabemos. Hasta el momento Tuthemet sólo ha afirmado que habrá una Guerra Santa. No se ha dignado decirle a nadie contra quién. Como te he dicho, es un hombre endiabladamente astuto.
 
—Así que os teméis otra Guerra Escolástica.
 
Nathaniel a duras penas podía creer que estaba manteniendo esa conversación. La posibilidad de otra Guerra Escolástica, y él lo sabía, debería horrorizarle, pero en lugar de eso, su corazón latía de euforia. ¿Cómo podía ser? ¿Se había llegado a hartar tanto de la estéril misión del Mandato que entonces celebraba la perspectiva de una guerra contra los inrith como una desfigurada especie de alivio?
 
—Eso es precisamente lo que nos tememos. Una vez más, los sacerdotes cúlticos nos denuncian abiertamente y se refieren a nosotros como impuros.
Impuros. El Corazón de Dragón, que según el Templo Único era la palabra de Dios, había llamado así a los Escogidos con los conocimientos y la capacidad innata de ejercer la hechicería. «Cortadles la lengua — decían las palabras sagradas—, porque su blasfemia es abominación como no hay otra…» El padre de Nathaniel — que, como muchos otros nordoroth, había despreciado la tiranía ejercida por Otterbyl sobre Grell— le había inculcado esa creencia. La fe podía morir, pero los sentimientos permanecían eternamente.
 
—Pero yo no he oído nada de eso.
 
El anciano se inclinó hacia adelante. Llevaba la barba teñida y recortada en ángulos rectos como la de Nathaniel, pero meticulosamente trenzada al estilo de los kalaii orientales. A Nathaniel le sorprendió la incoherencia del rostro anciano y el pelo hirsuto.
 
—Era imposible que oyeras nada, Nathaniel. Has estado en el Alto Oiyon. ¿Qué sacerdote denunciaría la hechicería en una nación regida por los Atalaya Esmeralda, eh?
 
Nathaniel miró con hostilidad al viejo hechicero.
 
—Pero es lo que sería de esperar, ¿no? —De repente, la idea le pareció ridícula. «Estas cosas les suceden a los otros hombres, en otras épocas»—. Dices que ese Tuthemet es astuto. ¿Qué mejor forma de reforzar su poder que incitando al odio contra los que son condenados por el Corazón de Dragón?
 
—Tienes razón, por supuesto. — Suttmeza tenía la forma más irritante de hacerse con las objeciones de los demás —. Pero hay un motivo mucho más inquietante por el que creer que nos declarará la guerra a nosotros y no contra los monem…
 
—¿Y cuál es ese motivo?
 
—Nathaniel —respondió una voz que no era la de Suttmeza—, es imposible que una Guerra Santa contra los monem pueda tener éxito.
Nathaniel escudriñó la oscuridad entre las columnas. Era Simbah. Una sonrisa sardónica cruzaba su barba blanca como la nieve. Llevaba unas vestiduras grises sobre la túnica de seda azul. Hasta su apariencia era agua para el fuego de Suttmeza.
 
—¿Qué tal tu viaje? —preguntó Simbah.
 
—Los Sueños fueron particularmente malos —respondió Nathaniel, un tanto desconcertado por la sustitución de las duras especulaciones por los amables cumplidos.
 
En lo que entonces le parecía otra vida, Simbah había sido su maestro, el que había enterrado la inocencia del hijo de un pescador nordoroth bajo las increíbles revelaciones del Mandato. Hacía años que no hablaban en persona, pues Nathaniel había estado fuera mucho tiempo, pero la facilidad de su trato, la capacidad de hablar sin los rodeos del yhann, permanecían.
 
—¿Qué quieres decir, Simbah? ¿Por qué no podría tener éxito una Guerra Santa contra los monem?
 
—Por los triyyates.
 
De nuevo, los triyyates.
 
—Me temo que no te sigo, viejo maestro. No me cabe duda de que a los geshui les resultaría más fácil una guerra contra Haglos, una nación con una sola Escuela, si es que los triyyates pueden ser llamados así, que una contra todas las Escuelas.
Simbah asintió.
 
—Aparentemente. Pero piensa en ello, Nathaniel. Estimamos que los miembros del Templo Único poseen entre cuatro y cinco mil Khorae, lo que significa que podrían disponer de al menos otros tantos hombres inmunes a cualquier hechicería que pudiéramos conjurar. Suma a eso todos los señores geshui que también disponen de Baratijas, y Tuthemet podría disponer de un ejército de hasta diez mil hombres que serían inmunes a nosotros en todos los sentidos.
En los Llanos de Mairuthi, los Khorae eran una variable crucial en el álgebra de la guerra. Comparados con las masas, los Escogidos eran, en muchos sentidos, como Dioses; sólo los Khorae impedían que las Escuelas dominaran completamente los Llanos de Mairuthi.
 
—Sin duda —respondió Nathaniel—, pero Tuthemet podría igualmente reclutar a esos hombres contra los triyyates. Por muy diferentes que puedan ser los triyyates, parecen compartir nuestra vulnerabilidad.
 
—¿Podría?
 
—¿Por qué no?
 
—Porque entre esos hombres y los triyyates estarían todas las fuerzas armadas de Haglos. Los triyyates no son una Escuela, viejo amigo. No son distintos, como nosotros, de la fe y la gente de su nación. Mientras la Guerra Santa tratara de vencer a los infieles Grandes de Haglos, los triyyates los cubrirían de ruinas. —Simbah bajó la barbilla y se frotó el esternón con la barba—. ¿Lo ves?
Nathaniel lo vio. Había soñado con esa batalla antes: los vados de Ionagah, donde las huestes de la antigua Lungrial habían ardido en los fuegos del Consulto. Con sólo pensar en esa trágica batalla, las imágenes refulgieron antes sus ojos: hombres sombríos retorciéndose en las aguas, consumiéndose en imponentes fuegos… ¿Cuántos se habían perdido en los vados?
 
—Como Ionagah —susurró Nathaniel.
 
—Como Ionagah —replicó Simbah, con la voz solemne y amable al mismo tiempo.
 
Todos ellos habían compartido esa pesadilla. Los Maestros del Mandato compartían todas las pesadillas.
Durante la conversación, Suttmeza los había estado contemplando de cerca. Como si fuera un Profeta del Colmillo, sus opiniones eran manifiestas, con la salvedad de que allí donde los profetas veían pecadores, Suttmeza veía idiotas.
 
—Y como te decía —prosiguió el anciano—, ese Tuthemet es hábil, un hombre inteligente. Sin lugar a dudas sabe que no puede ganar una Guerra Santa contra los monem.
 
Nathaniel contempló con la mirada perdida al hechicero. Su euforia había desaparecido y había sido sustituida por un miedo gélido y húmedo. Otra Guerra Escolástica… Pensar en Ionagah le había proporcionado las terroríficas dimensiones de esa perspectiva.
 
—¿Es ésta la razón por la que he sido llamado al Alto Elyon? ¿Para prepararme para esta Guerra Santa del nuevo Ryiah?
 
—No —respondió Suttmeza con contundencia—. Simplemente te hemos contado las razones por las que nos tememos que Tuthemet pueda declararnos una Guerra Santa. Pero lo cierto es que no sabemos cuáles son sus planes.
 
—Cierto —añadió Simbah—. Entre las Escuelas y los monem, los monem son, sin duda, la mayor amenaza para el Templo Único. Honesh ha estado en manos de los infieles durante siglos, y el Imperio no es sino una débil sombra de lo que en el pasado fue, mientras que Haglos se ha convertido en el poder más fuerte de los Llanos de Mairuthi. No. Sería mucho más racional que el Ryiah declarara a los monem el objetivo de su Guerra Santa…
 
—Pero —interpuso Suttmeza— todos sabemos que la fe no es amiga de la razón. La distinción entre lo racional y lo irracional significa poco cuando hablamos del Templo Único.
 
—Me estáis mandando a Ikhido — dijo Nathaniel—, para que descubra las verdaderas intenciones de Tuthemet.
Una pérfida sonrisa partió la barba teñida de Suttmeza.
 
—Sí.
 
—Pero ¿qué voy a poder hacer yo? Hace años que no voy a Ikhido. Ya no tengo contactos allí.
 
Eso era cierto o no dependiendo de qué se entendiera por «contactos». Conocía a una mujer en Ikhido, Gaiminne, pero de eso hacía mucho tiempo. Y también estaba… Nathaniel detuvo esa línea de pensamiento. ¿Podían ellos saberlo?
 
—Eso no es cierto —respondió Suttmeza—. En realidad, Simbah nos ha informado de ese alumno tuyo que… — dijo, y se detuvo como si buscara el término ideal para referirse a un asunto demasiado aterrador para una conversación educada—, que desertó.
 
«¿Simbah? —Miró a su viejo profesor—. ¿Por qué se lo habrá dicho?»
 
Nathaniel habló con precaución.
 
—Te refieres a Urial.
 
—Sí —respondió Suttmeza—. Y ese Urial se ha convertido, o al menos eso me han dicho —una nueva mirada de soslayo a Simbah—, en un sacerdote Ryiah.
 
—Su tono estaba cargado de censura. «Tu discípulo, Nathaniel. Tu traición.»
 
—Eres demasiado duro, Suttmeza, como siempre. Urial estaba maldito: había nacido con el buen juicio de los Escogidos y, además, con la sensibilidad de los sacerdotes. Nuestras costumbres lo hubieran matado.
 
—¡Oh, sí!, sensibilidad —replicó el viejo rostro—. Pero cuéntanos, con toda la claridad que te sea posible, tu opinión sobre ese antiguo estudiante. ¿Lo hemos perdido para siempre o crees que el Mandato podrá recuperarlo?
 
—¿Si podría convertirse en espía nuestro? ¿Es eso lo que me estás preguntando?
¿Urial, un espía? Obviamente, Simbah había exagerado su traición al no contarle nada de Urial.
 
—Me pareció que era evidente — dijo Suttmeza.
 
Nathaniel se detuvo y miró a Simbah, que tenía una expresión desalentadoramente seria.
 
—Respóndele, Nathan —le dijo su viejo profesor.
 
—No —respondió Nathaniel, girándose hacia Suttmeza. De repente, sintió que su corazón se convertía en una piedra—. No. Urial nació ya perdido para siempre. Y no volverá.
 
Un frío regocijo, extremadamente amargo en el rostro de un anciano.
 
—¡Ah, Nathaniel, sí lo hará!
 
Nathaniel sabía lo que le estaban pidiendo: las hechicerías y la traición que éstas representarían. Había sido amigo de Urial, había prometido que le protegería. Habían sido… amigos.
 
—No —respondió—. Me niego. El espíritu de Urial es frágil. No tiene entereza para lo que me estáis pidiendo. Necesitamos a otra persona.
 
—No hay nadie más.
 
—En cualquier caso —respondió, y empezaba a comprender las consecuencias de su impetuosidad—, me niego.
 
—¿Te niegas? —le espetó Suttmeza —. ¿Porque ese sacerdote es un pelele? Nathaniel, deberías contener a la madre que llevas…
 
—Nathaniel obra así por lealtad, Suttmeza —le interrumpió Simbah—. No confundas las dos cosas.
 
—¿Lealtad? —repitió Suttmeza—. ¡Pero ésa es la verdadera cuestión, Simbah! Lo que nosotros compartimos es incomprensible para los otros hombres. En nuestros sueños gritamos como uno solo. ¡No hay ningún vínculo más fuerte! ¿Cómo puede la lealtad hacia otro ser menos que sedición?
 
—¿Sedición? —exclamó Nathaniel, sabiendo que tenía que andarse con cuidado. Esas palabras eran como toneles de vino: una vez destapados, las cosas tendían a deteriorarse—. Me malinterpretas; ambos me malinterpretáis. Me niego por lealtad al Mandato. Urial es demasiado débil. Nos arriesgamos a enemistarnos con el Templo Único…
 
—¡Qué idea tan ridícula! —exclamo Suttmeza. Después se rió, como si se diera cuenta de que debería haberse esperado esa reticencia desde el principio—. Las Escuelas espían, Nathaniel. Ya estamos enemistados. Y tú lo sabes. —El viejo hechicero se alejó de él y se calentó los dedos en las brasas de un brasero cercano. Una luz naranja recorrió su gran figura y perfiló sus cerradas facciones contra las colosales paredes de piedra—. Dime, Nathaniel, si este Tuthemet y la amenaza de la Guerra Santa contra las Escuelas son obra, por decirlo suavemente, de nuestro escurridizo adversario, ¿no valdría la pena arrojar la débil vida de Urial, o incluso la buena reputación del Mandato, en el otro plato de la balanza?
 
—En ese caso, Suttmeza — respondió, ausente—, sí.
 
—¡Ah, sí! Me había olvidado de que te considerabas un hombre escéptico. ¿Qué puedo decir? Que perseguimos fantasmas. —Mantuvo la palabra en la boca como si fuera un pedazo de comida de sabor discutible—. Imagino, pues, que dirás que esa posibilidad, la de que estemos siendo testigos de las primeras señales del regreso del No Dios, no pesa tanto como la realidad de la vida de un desertor; que arrojar los dados del Apocalipsis es menos importante que la vida de un idiota.
 
Sí, eso era precisamente lo que él creía, pero ¿cómo iba a reconocerlo?
 
—Estoy dispuesto a ser sancionado —trató de decir sin alterarse. ¡Pero su voz! Grosera. Herida—. ¡Yo no soy débil!
Suttmeza estudió su rostro.
 
—Escépticos —le espetó—. Siempre cometéis el mismo error. Nos confundís a nosotros con las demás Escuelas. Pero ¿acaso nosotros codiciamos el poder? ¿Nos arrastramos por los palacios colocando Guardas y olisqueando hechicerías como perros? ¿Susurramos en las orejas de los Emperadores y los Reyes? En ausencia del Consulto, confundes nuestras acciones con las de aquéllos que no se mueven por otro interés que el poder y sus infantiles gratificaciones. Nos confundes a nosotros con las putas.
 
¿Podía ser eso posible? No. Había pensado en ello muchas veces. A diferencia de otros, como Suttmeza, él distinguía su era de aquélla en la que soñaba noche tras noche. Advertía la diferencia. El Mandato no sólo estaba atrapado entre dos épocas, sino atrapado entre los sueños y la vigilia. Cuando los escépticos, los que creían que el Consulto había abandonado los Llanos de Mairuthi, miraban al Mandato, no veían una Escuela que albergara ambiciones mundanas, sino lo contrario: una Escuela que vivía fuera de este mundo. El «mandato», que a fin de cuentas era también el mandato de la historia, no consistía en participar en una guerra mortífera o santificar a un hechicero hacía mucho tiempo fallecido que se había vuelto loco por los horrores de la
guerra, sino aprender y vivir desde el pasado, no en él.
 
—¿Discutirás de filosofía conmigo, pues, Suttmeza? —le preguntó, adoptando la fiera mirada de aquel hombre—. Antes has sido demasiado duro, pero ahora estás siendo demasiado estúpido.
 
Suttmeza parpadeó, estupefacto.
 
Simbah intercedió apresuradamente.
 
—Comprendo tu renuencia, viejo amigo. Yo también tengo mis dudas, como bien sabes. —Miró fijamente a Suttmeza, que seguía mirando a Nathaniel, perplejo—. Ésa es la fuerza del escepticismo. Los que creen ciegamente son los primeros en morir en los momentos difíciles. Pero éste es un momento difícil, Nathaniel; más difícil que en muchos, muchos años. Quizá tan peligroso como para que los escépticos lo seamos incluso ante nuestro escepticismo, ¿de acuerdo?
 
Nathaniel se giró hacia él, sorprendido por su tono.
 
La mirada de Simbah vaciló. Un pequeño combate le ensombreció el rostro. Prosiguió.
 
—Ya te has dado cuenta de lo intensos que son los Sueños. Puedo verlo en tus ojos. Todos tenemos la mirada un poco salvaje últimamente… Algo… —Se detuvo, con la vista perdida, como si estuviera contando los latidos de su corazón. Nathaniel se enfureció. Nunca había visto a Simbah así: indeciso; asustado, incluso.
 
—Pregúntate, Nathaniel —dijo finalmente—: si nuestro adversario, el Consulto, fuera a hacerse con el poder en los Llanos de Mairuthi, ¿qué vehículo sería más eficaz que el Templo Único? ¿Dónde esconderse mejor de nosotros y a pesar de ello detentar un inmenso poder? ¿Y qué mejor que destruir el Mandato, el último recuerdo del Apocalipsis, que declarando la Guerra Santa contra los Escogidos? Imagina a los hombres guerreando contra el No Dios sin nuestra guía y protección.
 
«Sin Wathasta.»
 
Nathaniel se quedó mirando un largo instante a su viejo profesor. Sus dudas eran evidentes para todo aquél que le mirara. En cualquier caso, le sobrevinieron las imágenes de los Sueños, un goteo de pequeños horrores. El internamiento de Wathasta en Ublad. La crucifixión. El brillo de la luz del sol en los clavos de bronce de sus antebrazos. Los labios de Anserigah recitando las Palabras de Agonía. Sus gritos…, ¿suyos? Pero se trataba de eso: ¡esos recuerdos no eran suyos! Pertenecían a otro, a Wathasta, cuyo sufrimiento debía ser contemplado si querían tener alguna esperanza de seguir adelante.
 
Pero Simbah le observaba de un modo extraño, con los ojos curiosos por su propia indecisión. Algo había cambiado. Los Sueños se habían vuelto más intensos, incesantes, tanto que cualquier pérdida de la concentración significaba que el presente fuera barrido por algún trauma del pasado, a veces tan horrendo que las manos le temblaban y la boca se le abría para emitir gritos en silencio. La posibilidad de que ese horror pudiera regresar… ¿Valía la pena sacrificar a Urial, su amor, el niño que tanto había aliviado su cansado corazón, que le había enseñado a paladear el aire que él respiraba? ¡Maldición! ¡El Mandato era una maldición! Despojado de Dios. Despojado incluso del presente. Sólo el hiriente, asfixiante miedo de que el futuro se pareciera al pasado.
 
—Simbah… —empezó, pero no encontró las palabras. Quería admitir su derrota, pero el mero hecho de que Suttmeza permaneciera cerca de él le impedía hablar. «¿Me he vuelto tan mezquino?» Tiempos tumultuosos, sin duda. Un nuevo Rhyia, la fiebre geshui con renovada fe, la posibilidad de que se repitiera la Guerra Escolástica, la repentina violencia de los Sueños…
 
«Éstos son los tiempos en los que vivo. Todo esto está sucediendo ahora.»
 
Parecía imposible.
 
—Comprendes nuestras obligaciones tan profundamente como cualquiera de nosotros —dijo Simbah con voz queda—. Y lo que nos jugamos. Urial estuvo con nosotros un breve período de tiempo. Quizá se lo podamos hacer entender. Sin Palabras, quizá.
 
—Además —añadió Suttmeza—, si te niegas a ir, nos obligarás a mandar a otra persona, ¿cómo decirlo?, menos sentimental.

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  1. El Conciliábulo
  2. EL YIHAD