MONTAÑAS OSWAD by WERTHELL | World Anvil

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Fri 18th Aug 2023 10:30

MONTAÑAS OSWAD

by WERTHELL

—Werthell —dijo el hombre, llevándose una mano a su pecho desnudo.
 
Tenía el pelo largo, dorado, con un destello broncíneo, demasiado hermoso para enmarcar adecuadamente sus finas facciones. Sus cejas parecían estar siempre arqueadas en señal de sorpresa, y sus incansables ojos no hacían más que pedir excusas, siempre simulando interés en detalles triviales para evitar la atenta mirada de su pupilo.
 
Sólo más tarde, después de aprender los rudimentos de la lengua de Werthell, descubrió Evallus cómo había acabado al cuidado del cazador. Sus primeros recuerdos eran de pieles sudorosas y fuegos encendidos. Del techo bajo colgaban pellejos de animales. Los sacos y los toneles se amontonaban en las esquinas de una sola habitación. El olor del humo, la grasa y la podredumbre ocupaban el poco espacio libre que quedaba. Como Evallus supo más tarde, el caótico interior de la cabaña era, en realidad, una expresión, totalmente sistemática, de los muchos miedos supersticiosos del cazador.
 
«Cada cosa tiene su sitio —le diría a Evallus—, y las cosas fuera de lugar presagian desastres.»
 
La chimenea era lo suficientemente grande como para abrazar todo el interior, incluido al propio Evallus, con una dorada calidez. Al otro lado de las paredes, el invierno silbaba a través de las inexploradas leguas del bosque, pero de vez en cuando agitaba la cabaña con tanta fuerza que las pieles se balanceaban en los ganchos. Werthell le diría que aquella tierra se llamaba Gabel, la provincia más al norte de la antigua ciudad de Hauthria, aunque había sido abandonada hacía generaciones. Él prefería vivir alejado de los problemas de los otros hombres.
 
Pese a ser un hombre robusto, de edad madura, Werthell era para Evallus poco más que un niño. La hermosa musculatura de su rostro carecía por completo de control y parecía atada como por cuerdas a sus pasiones. Lo que movía el alma de Werthell movía también su expresión, y al cabo de poco tiempo, Evallus no tenía más que echarle una mirada a su rostro para conocer sus pensamientos. La capacidad de anticiparlos, de volver a representar los movimientos del alma de Werthell como si fueran los de la suya, llegaría más tarde.
 
Mientras tanto, se desarrolló una rutina. Al alba, Werthell enjaezaba los perros y se marchaba para comprobar los corrales. Los días en que regresaba temprano, pedía a Evallus que arreglara cepos, preparara pieles o cocinara una nueva olla de estofado de conejo para «ganarse la manutención», como decía él. Por la noche, Evallus se cosía su propio abrigo y sus polainas tal como el cazador le había enseñado. Werthell le observaba desde el otro lado del fuego. Sus manos tenían una críptica vida propia cuando tallaban, cosían o simplemente se frotaban una con la otra: pequeñas tareas que paradójicamente le conferían el don de la paciencia, incluso de la elegancia.
 
Evallus sólo veía las manos de Werthell en reposo cuando dormía o estaba extremadamente borracho. La bebida era lo que, por encima de todo, definía al cazador.
 
Por la mañana, Werthell nunca miraba a Evallus a los ojos; sólo lo hacía de reojo, nerviosamente. El hombre parecía embotado, como si su pensamiento careciera de ímpetu para convertirse en habla. Y si hablaba, su voz era tensa, constreñida por un pavor ambiental. Por la tarde, su expresión se ruborizaba. Los ojos le refulgían con un brillo crispado. Sonreía, se reía. Pero al caer la noche, sus movimientos se abotargaban y se convertía en una parodia distorsionada de lo que había sido apenas unas horas antes. Conversaba a golpes y le sobrevenían ataques de ira y mal humor.
 
Evallus aprendió mucho gracias a las pasiones exacerbadas por la bebida de Werthell, pero llegó un momento en que ya no pudo permitir que el objeto de su estudio se tornara en una caricatura. Una noche sacó rodando los barriles de whisky al bosque y los vació sobre el suelo helado. Durante el sufrimiento que siguió a eso, continuó dedicándose a sus tareas.
 
***
 
Estaban sentados frente a la chimenea, con la espalda apoyada en mullidos montones de pieles de animales. Con la expresión grabada por el fuego, Werthell hablaba, animado por la honesta vanidad de compartir su vida con alguien a quien los hechos cautivaban mientras se los contaba. Viejos pesares afloraron en la narración.
 
—No tuve otra opción que marcharme de Hauthria —reconoció Werthell, hablando una vez más de su esposa fallecida.
 
Evallus sonrió con pesar. Calculó la sutil interacción de los músculos bajo la expresión de aquel hombre. «Quiere llorar para asegurarse mi pena.»
 
—¿Hauthria te recordaba su ausencia?
 
«Ésta es la mentira que se cuenta a sí mismo.»
 
Werthell asintió con los ojos llenos de lágrimas y expectantes al mismo tiempo.
 
—Hauthria parecía una tumba después de su muerte. Una mañana reunieron a la milicia para que guarneciera la muralla, y recuerdo haber mirado hacia el norte. Los bosques parecían… hacerme señales. ¡El terror de mi infancia se había convertido en un santuario! Todo el mundo en la ciudad, incluso mis hermanos y mis compatriotas de la cohorte de la región, parecía regocijarse secretamente de su muerte. ¡Y de mi sufrimiento! Tenía que… Estaba obligado a…
 
«Vengarte.»
 
Werthell bajó la mirada hacia el fuego.
 
—Huir —dijo.
 
«¿Por qué se engaña de este modo?»
 
—Ninguna alma se mueve sola por el mundo, Werthell. Cada uno de nuestros pensamientos es producto de los pensamientos de los otros. Cada una de nuestras palabras es una repetición de palabras dichas antes. Cada vez que escuchamos, permitimos que los movimientos de otra alma porten la nuestra. —Interrumpió el discurso para no desconcertar al hombre. La percepción golpeaba con mucha más fuerza cuando aclaraba lo confuso—. Ésa es la verdadera razón por la que huíste a Gabel, Werthell.
 
Por un instante, los ojos de Werthell se empequeñecieron de horror.
 
—Pero no lo entiendo…
 
«De todo lo que yo pueda decir, lo que más teme son las verdades que ya conoce, pero aun así niega. ¿Son todos los hombres nacidos en el mundo tan débiles?»
 
—Sí lo entiendes. Piensa, Werthell. Si no somos más que nuestros pensamientos y pasiones, y si nuestros pensamientos y pasiones no son más que movimientos de nuestras almas, entonces no somos más que lo que nos mueve. El que tú fuiste en su día, Werthell, dejó de existir en el momento en que tu esposa murió.
 
—¡Y por eso huí! —gritó Werthell con los ojos implorantes y provocadores al mismo tiempo—. No pude soportarlo. ¡Huí para olvidar!
 
Un destello en su pulso. Vacilación en la contracción de los delicados músculos de alrededor de los ojos. «Sabe que es mentira.»
 
—No, Werthell. Huiste para recordar. Huiste para conservar el modo como tu mujer te movía, para proteger el dolor de su pérdida del vigor de otros. Huiste para hacer de tu sufrimiento una defensa.
 
Las lágrimas cayeron por las flacas mejillas del guardabosque.
 
—¡Ah, crueles palabras, Evallus! ¿Por qué dices esas cosas?
 
«Para conocerte mejor.»
 
—Porque has sufrido el tiempo suficiente. Te has pasado años solo junto a este fuego, refocilándote en tu pérdida, preguntándoles a tus perros una y otra vez si te quieren. Acaparas tu dolor porque cuanto más sufres, más se torna el mundo una atrocidad. Lloras porque el llanto se ha convertido en una prueba. «¡Ves lo que me has hecho!», gritas. Y permaneces despierto noche tras noche condenando las circunstancias que te han condenado a revivir tu angustia. Te atormentas, Werthell, para seguir haciendo al mundo responsable de tu aflicción.
 
«De nuevo me lo negará…»
 
—¿Y qué si es así? El mundo es una atrocidad, Evallus. ¡Una atrocidad!
 
—Es posible —respondió Evallus, con tono de pena y tristeza—, pero hace ya mucho tiempo que el mundo ha dejado de ser el causante de tu angustia. ¿Cuántas veces has gritado estas mismas palabras? Y cada vez se han apelotonado por la misma desesperación, la desesperación que uno necesita para creer en algo que sabe que es falso. Detente, Werthell; niégate a seguir los hitos que esos pensamientos han depositado en tu interior. Detente, y verás.
 
Obligado a replegarse hacia el interior, Werthell vaciló, atónito y con el rostro fláccido.
 
«Lo entiende, pero no tiene el coraje necesario para admitirlo.»
 
—Pregúntate —insistió Evallus—por qué esa desesperación.
 
—No hay desesperación —replicó, ausente.
 
«Ve el lugar que he abierto para él, se da cuenta de la futilidad de todas las mentiras en mi presencia, incluso de las que se dice a sí mismo.»
 
—¿Por qué sigues mintiendo?
 
—Porque…, porque…
 
A través del resuello del fuego, Evallus oía los latidos del corazón de Werthell, enfebrecido como un animal enjaulado. Los sollozos le estremecían todo el cuerpo. Levantó las manos para enterrar su rostro pero se detuvo. Levantó la mirada hacia Evallus y lloró como un niño ante su madre. «¡Duele! —gritaba su expresión—. ¡Duele mucho!»
 
—Ya sé que duele, Werthell. Liberarse de la angustia sólo puede lograrse por medio de más angustia.
 
«Como un niño…»
 
—¿Q–qué debo hacer? —dijo entre gemidos—. Evallus, por favor, ¡dímelo!
 
«Treinta años, Madre. Qué poder debes ejercer sobre los hombres como éste.»
 
Y Evallus, con el rostro enjuto cálido gracias al fuego y la compasión, respondió:
 
—Ninguna alma se mueve sola, Werthell. Cuando un amor muere, uno debe aprender a amar a otro.