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PRÍNCIPE DE HAUTHRIA HAROSLANKAR EVALLUS
El echistano


Evallus era alto y fuerte, con cabello rubio y ojos azules. Tenía un rostro alargado, de facciones pesadas y aguileño. Llevaba el pelo corto y una barba muy corta. Es un monje echistano con poderse mentales.


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Jorge Buckingham

 
Jorge Antonio Buckingham es escritor, poeta y novelista peruano. Profesor de Lengua y Literatura. Doctor Honoris de Univ. Nacional Autónoma de México. Vicepresidente de Unión Hispanomundial de Escritores (UHE) para el Perú y Maestro de la Universidad de Baja California.
 
Es considerado uno de los mejores escritores de Iberoamérica y el Caribe.
  La Agencia de Prensa Internacional APREINT lo ha reconocido mundialmente como escritor destacado en 2023.
  https://independent.academia.edu/BuckinghamJorge

     
Fri 18th Aug 2023 10:48

LA PESTE NEGRA

by PRÍNCIPE DE HAUTHRIA HAROSLANKAR EVALLUS

Prólogo I
LA PESTE NEGRA
 
Año del Corazón de Dragón 2147, montañas de Oswad
 
Es inútil edificar castillos donde no queda piedra sobre piedra. La ciudadela de Gloij-Shal había sido destruida durante la Guerra de los Trece Años. Fue por eso que ningún ejército de No Humanos gahol había intentado acercarse a sus vestigios. Y ningún dragón de corazón ígneo había quemado a los supervivientes. Gloij-Shal fue el último bastión de los Grandes Reyes Tefreinik, y nadie, ni siquiera el No Dios con sus mejores arquitectos hizo el intento de construir sobre sus escombros.
 
Tres años antes, Haroslankar Ulbarin II, Gran Rey de Tefreinik, había defendido Gloij-Shal con lo que quedaba de su ejército. Desde los muros, los centinelas observaban, meditabundos, los bosques que tenían debajo, con el pensamiento temeroso de ciudades que arderían y multitudes que gritarían desesperadas. Cuando el viento ululaba, los guerreros elevaban sus plegarias e intercambiaban entrecortados comentarios tranquilizadores. ¿Acaso no escaparían de sus perseguidores? ¿Acaso los cimientos de Gloij-Shal no serían resistentes? ¿En qué lugar podrían sobrevivir al Armagedón vaticinado?
 
La Peste Negra se había llevado el alma de los primogénitos que quedaron de la dinastía del Gran Rey. Como algunos murmuraban,
Ulbarin lloraba refugiado en Gloij-Shal, ensombrecido como sólo un emperador corrompido podía lamentarse.
 
La noche siguiente los miembros de la corte llevaron los féretros a los bosques. Advirtieron los ojos de los lobos reflejados en la luz de una pira funeral. No hubo cantos fúnebres, sólo entonaron unas cuantas oraciones y letanías. Antes de que la brisa matinal pudiera llevarse sus cenizas, la Peste Negra había acabado con otros dos: la concubina de Ulbarin y su hijo. Como si siguiera el rastro de su sangre hasta el último vestigio, convoco a más miembros de la corte. Los centinelas apostados en las murallas fueron cada vez menos, y a pesar de que todavía escudriñaban el montañoso horizonte, veían poco. Los gritos de los moribundos poblaban sus mentes de un horror excesivo. Pronto, incluso los centinelas desaparecieron.
 
Los cinco Caballeros de Jashone que habían rescatado a Ulbarin después de la masacre de los Campos de Hardos yacían inmóviles en sus camas. El Gran Visir, con los dorados ropajes manchados con la sangre de sus entrañas, había caído entre sus textos de hechicería. El tío de Ulbarin, que había liderado el desgarrador asalto a las puertas de Zloughvale en los primeros días de la Guerra de los Trece Años, colgaba de una cuerda en sus aposentos y, mecido por el aire, daba vueltas lentamente. La Reina miraba para siempre con fijeza a través de sábanas purulentas.
 
De todos los que habían huido a Gloij-Shal, sólo el hijo bastardo de Ulbarin y el sacerdote bardo habían sobrevivido.
Aterrorizado por las extrañas formas del bardo y su ojo blanco, el muchacho se escondió, y sólo se atrevía a salir cuando el hambre le resultaba insoportable. El viejo bardo lo buscaba constantemente, cantando viejas canciones de amor y de guerra, pero profanando, a la vez, las palabras con blasfemias.
 
—¿Por qué no te muestras, niño? — gritaba mientras daba tumbos por las galerías—. Déjame que te cante, que te atraiga con canciones secretas. ¡Déjame compartir contigo la gloria de lo que un día fue!
 
Una noche el bardo cogió al niño.
 
Primero le acarició la mejilla y después el muslo.
 
—Discúlpame —susurraba una y otra vez, pero las lágrimas sólo manaban de su ojo ciego—. No hay crímenes — susurraría después— cuando nadie queda vivo.
 
 
Pero el niño sobrevivió.
 
Cinco noches más tarde, atrajo al sacerdote bardo a lo alto de las inmensas murallas.
 
Cuando el hombre llegó arrastrando los pies a causa de su ebriedad, lo empujó desde las alturas. Permaneció un largo rato acuclillado al borde del abismo, contemplando a través de la oscuridad el cadáver desmembrado del bardo.
 
«Sólo se distingue de los demás — pensó— en que sigue húmedo.»
 
¿Acaso se trataba de un asesinato si nadie más quedaba vivo? El invierno añadió su frío al vacío de Gloij-Shal.
 
Apoyado en las almenas, el niño escuchaba cómo los lobos cantaban y se peleaban en los oscuros bosques. Sacaba los brazos de las mangas y se abrazaba el cuerpo para protegerse del frío, susurrando las canciones que le había enseñado su madre mientras saboreaba la mordedura del viento en las mejillas. Corría a través de los patios, respondía a los lobos con gritos guerreros Tefreinik y blandía armas que le hacían tambalearse por su peso. Y de vez en cuando, con los ojos bien abiertos, llenos de esperanza y un terror supersticioso, toqueteaba los muertos con la espada de su padre. Cuando empezó a nevar, unos gritos le llevaron a la puerta delantera de Gloij-Shal.
 
Observando a través de oscuras troneras, vio a un grupo de hombres y mujeres cadavéricas: refugiados de la Guerra de los Trece Años. Al advertir su sombra, les pidieron a gritos comida, refugio, cualquier cosa, pero el niño estaba demasiado asustado para responder. Las penalidades les habían dado un aspecto temible, salvaje, como hombres lobo. Cuando empezaron a escalar las murallas, corrió a las galerías. Como el sacerdote bardo, le buscaban, les garantizaban a gritos su seguridad. Al fin, uno de ellos lo encontró encogido tras un barril de sardinas.
 
—Somos echistanos, niño. ¿Qué razón puedes tener para temernos? —dijo con una voz ni tierna ni dura.
 
Pero el niño cogió la espada de su padre.
 
—¡Mientras hay hombres vivos, hay crímenes! —gritó.
 
Los ojos del hombre se llenaron de asombro.
 
—No, niño —dijo—. Sólo cuando los hombres son engañados.
 
Por un momento, el joven Haroslankar sólo pudo observarlo. Después, solemnemente, dejó la espada de su padre y le cogió la mano al extraño.
 
—Yo era un príncipe —murmuró.
 
El extraño lo llevó con los otros, y juntos celebraron su excepcional fortuna. Gritaron —pero no a los Dioses que habían repudiado, sino a otros— que allí había una gran correspondencia de causa. Allí la más sagrada conciencia podía ser atendida. En Gloij-Shal, habían encontrado refugio contra la Guerra de los Trece Años. Todavía escuálidos, pero vistiendo las pieles de los reyes, los echistanos cincelaron los hechizados augurios de los muros y quemaron los libros del Gran Visir. Enterraron las joyas, la calcedonia, la seda y los ropajes de oro con los cadáveres de una dinastía.
 
Y su confinamiento fue tan eficiente que nadie advirtió de su existencia.

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